Antolella Volpe
Carta para Eugenio.
Eugenio, quiero contarte una historia.
La única historia que te contaré.
La tuya, que es la mía.
Solo tenías dos semanas cuando todo ocurrió, no eras más que una célula diminuta ubicada en algún punto de mi útero. “Definitivamente, aquí está” dijo la doctora que me hizo la ecografía.
Allí estabas tú, yo no estaba en ningún lado.
Hacía mucho calor y mi vida era muy triste. Tu padre me miraba cada día como si jamás hubiese visto mi alma, le daba igual que hubiese cruzado el océano para estar con él, le daba igual que no tuviera dinero y le daba igual mi vida. Él quería recuperar su espacio, su vida sin mí, y le daba igual si yo moría de pena, porque sabía que no moriría de pena. Él siempre lo sabía todo de mí, porque quería todo de mí, pero sin mí.
Pero yo no lo sabía, Eugenio, yo sentía que cada gota de sangre me dolía. Despertaba cada mañana desnuda en la cama de tu padre, follada por tu padre, y vacía por completo. Vaciada por tu padre.
La mañana que te descubrí nos despertamos sonrientes, teníamos días buenos que siempre terminaban mal, pero mientras esa falsa alegría duraba, yo pensaba que tu padre era una buena persona y que en realidad me quería. Fue a comprar un test de embarazo y yo aproveché para ducharme. No sé qué clase de magia tiene la gestación, pero todo mi ser sabía que estabas ahí. Me dolían los pechos y me dolía el vientre, me dolía follar y tenía mucho sueño siempre. Allí estabas y yo ya lo sabía. No lo sabía solo porque a tu padre le gustaba correrse dentro de mi (y de todas las mujeres a las que se follaba mientras yo lloraba en su cama) si no porque sabía que estabas ahí. Mi alma ya te conocía y te estaba esperando. Mi cuerpo te reconoció de inmediato y reaccionó cuando la primera gota de agua cayó por mi cuerpo. Allí estabas, y yo ya lo sabía.
Y me duché consciente de tu existencia mientras tu padre en la farmacia seguramente rezaba por tu inexistencia, casi seguro de que esta vez se libraría.
Me entregó el test y solté encima todo el pis que me estaba aguantando. Dos líneas azules aparecieron casi de inmediato, no me dio tiempo ni a dejar de temblar. Ya sabía que estabas ahí.
Salí de ese baño minúsculo que contuvo toda mi ira y mi pena durante dos meses, y me encontré con la belleza de tu padre mirándome muy serio. Qué guapo es tu padre, Eugenio, mide dos metros y tiene una sonrisa tan especial, tan contagiosa. Cuando está tranquilo le brillan los ojos y su cara parece la de un niño, aún con esa altura a veces parece un niño. Me levantaba por los aires mientras me vestía, y me decía que no podía ser, que no podía estar tan guapa, que lo iba a volver loco.
No sé en qué momento te hicimos, pero cada vez que lo hacíamos, quedábamos exhaustos y sudados, y riendo, y uno sobre el otro, y parecía que no podía ser mejor, pero cada vez era mejor. Cada vez que lo hacíamos yo podía sentir su amor, tal como era su amor, que era una mezcla de rabia obscena y ternura, una mezcla de egoísmo y carencias.
“Estoy embarazada” le dije, y se puso a llorar desgarrado. Me acerqué muy tranquila y lo abracé.
“Es que esta vez me da mucha pena” dijo al fin.
Esta vez, porque aquella vez, no fue la primera vez que una mujer le dijo a tu padre que estaba embarazada. Tú fuiste el quinto aviso, hijo. El quinto hijo que no tuvo.
Aquella vez le dio pena, Eugenio, porque era yo y él decía que me amaba como jamás amó a nadie y porque eras tú y porque ya tenías nombre. Te llamas como tu bisabuelo, tu padre me dijo que si teníamos un hijo se llamaría así, y que yo no tenía nada que opinar al respecto, que ese sería tu nombre y que sería en honor al abuelo que murió sin ver en lo que tu padre se había convertido.
Fuimos al hospital de inmediato a averiguar todo lo referido al aborto. Creo que casi no hablamos del tema, solo sabíamos que en el caso de que tu estuvieses en mi útero, tenías que salir de ahí. Yo mantenía la cabeza alta, tu padre no podía ni mirarme. Me llevó a comer, recuerdo el viento y recuerdo el lugar, recuerdo la sensación de vértigo, recuerdo sus ojos en mi, recuerdo su odio, y recuerdo mi dolor. Caminamos por Barcelona esa tarde, tengo una foto subida a la trompa del mamut del parque, como una niña que se divierte sin saber que la vida siempre es dura.
Un día o dos antes de comenzar con el proceso del aborto, revisé el teléfono de tu padre mientras él salió a correr y descubrí lo que también ya sabía. Me puse en contacto con ella y destrozada vino a casa, hizo toda una escena y por fin tu padre habló: “Laura, se que te sabe mal esto, pero aquí la única engañada es Anto”. No sé si lo hizo por hacerme sentir mejor (¿cómo puedes hacer sentir mejor a una mujer hiriendo a otra?), pero desde el sofá oí las grietas del corazón de ella, que se marchó y nos dejó allí, el uno frente al otro.
Creo que tarde diez minutos en perdonarlo, en acostarme a su lado y en dejarme follar. Esa noche me llevó a un bar y después de un par de copas y de besos dijo “¿Y si lo tenemos?”. “No estoy preparada para amar de esa forma” le respondí yo.
¿Y si lo tenemos? En ese instante supe todo lo que supondría haberte traído al mundo. Pude verme infeliz y continuamente engañada, pude ver como toda tu educación y tus cosas dependerían de él, pude ver mi sometimiento, pude verme atada a tu padre para siempre, al hombre que más daño me ha hecho en la vida, y al que he amado con más sucia intensidad, más que a mi misma. Pude verme vieja a los treinta, con los ojos morados de tanto llorar, de tanto pedirle por favor que me de permiso para llevarte a argentina y vivir cerca de mis padres, pude verme pedirle de rodillas que por favor no te agobie con tantas exigencias, pude verme de rodillas... y tu madre, EUGENIO, tu madre vuela. Tu madre solo se arrodilla para pedir perdón, pero no para vivir.
Perdóname por decirte esto a estas alturas, Eugenio. Pero si, por supuesto que te hubiese amado más que a cualquier cosa, por supuesto que habría valido la pena ver tus ojos, pero la pena me estaba saliendo muy cara, y se estaba llevando mi luz. Y en mi vida no quiero que nada valga la pena.
El día del aborto me dejó sola en casa, no quiso pedirse el día en el trabajo, porque seguramente le daba vergüenza explicar los motivos. Soy alérgica al ibuprofeno, así que no pude tomarlo antes de tomarme la pastilla para la expulsión. Le envié un mensaje a mi madre, puse la tele, puse el debate sobre el aborto en Argentina, que sucedía en ese momento, y de repente sentí el dolor y sentí la sangre. La única forma que encontré para no sufrir tanto fue estar acostada en la diminuta ducha del diminuto baño, con el agua caliente en mi vientre. Allí tirada mientras te ibas por el desagüe.
Debo decirte que lamento todo aquello que pasó, pero sobre todo lamento haberle hecho eso a mi cuerpo. Lamento haberme querido tan poco como para haber estado junto a tu padre tanto tiempo, lamento haberlo dejado hacer conmigo lo que quería, lamento haberme hecho todo ese daño, porque después de mucho he entendido que él no me hizo daño, que fui yo quien se lo permitió, y esa lucha conmigo misma es lo que peor llevo, Eugenio.
Cuando por fin me dormí, tu padre llegó, se acercó a mí, me dio un beso y me dijo muy suavemente “Siento mucho todo esto, pero vas a tener que buscarte un lugar donde vivir”.
No me arrepiento de todas las cosas que le rompí. No me arrepiento de todas las cosas que le dije para herirlo, no me arrepiento de nada, ni de volverme loca y esperarlo desmayada en el salón, rodeada de pastillas y de botellas de alcohol, no me arrepiento de haber sido la peor experiencia de su vida. No me arrepiento de nada, porque si tenía que llegar yo a su vida para gritarle en la cara que es una mala persona, un violento, un narcisista y un perverso y destrozarle la paciencia y las cincuenta máscaras de su personalidad, me alegro de haberlo hecho.
Querido Eugenio, ojalá hubieses sido una gran mujer, poderosa y libre. Ojalá hayas encontrado una madre en ese espacio del universo donde seguro si existes.
Querido Eugenio, tu madre está viva. Tu madre hizo amigos que son como hermanos, y en un bar conoció a Javi, el compañero que jamás imaginó que merecía, pero que definitivamente merezco, porque soy maravillosa. Tu madre agradece cada mañana el calor de su cuello, los juegos y las risas, la amistad, el trabajo, las charlas y las fiestas, los viajes y las oportunidades.
Cada vez que me duelen los pechos, vuelvo a ti.
Cada vez que se retrasa mi regla, vuelvo a ti.
Cada vez que algo no está como debe estar, vuelvo a ti.
Cada vez que despierto, vuelvo a ti.
Cada vez que estoy triste, vuelvo a ti.
No hay un solo día que no agradezca lo que soy y la vida que tengo, porque todos los días me acuerdo de ti y agradezco haber tenido la valentía de elegirme y de levantarme cada mañana a vivir. Y agradezco tu pequeño pero fundamental paso por mi vida. Agradezco el amor, Eugenio, y tú fuiste la consecuencia de una relación toxica que me destruyó casi por completo y que estaba muy lejos de ser algo parecido al amor.
Pero a ti te amo.
Porque por ti es que ahora soy este pájaro.
Porque tu existencia me cambió para siempre, y tu presencia en mi alma me dio la cordura suficiente para soltar lo que me estaba matando.
Porque después de ti, nací yo.
Gracias por todo.
Mamá.
Antonella Volpe